Un divorciado necesitado de compañía

Viernes, 12 de Febrero de 2021

Quienes me conocieron de joven saben que era un romántico y, además, muy enamoradizo. Creía en eso de la media naranja y la creía encontrar en cada una de las chicas con las que establecía algún tipo de amistad. Con cualquiera de ellas me veía compartiendo todos los días de mi vida. Podría hacer un largo listado ahora mismo con los nombres de todos mis amores platónicos, pero te los voy a ahorrar. Y es que, en definitiva, todas aquellas chicas de las que llegué a enamorarme fueron simple y llanamente eso: amores platónicos. Con algunas ni tan siquiera llegué a declararme. Me faltó valor. De otras solo me llevé un no por respuesta y el típico y jodido "te quiero como amigo pero nada más", que viene a ser la manera suave de decir "ni harta de vino follaría contigo". Pero todo llega. Hasta los más torpes hacen de vez en cuando una diana jugando a los dardos y la mía se llamó Elena.

Elena no me dijo no. Al contrario, se entregó gozosamente al sexo impidiendo, así, que mi virginidad se prolongara por un tiempo que yo empezaba a creer que sería inacabable. Tuvimos un noviazgo como el de tantas y tantas parejas. Al principio follábamos en cualquier lugar: en una habitación por horas, en el sofá de casa de sus padres, en el coche, en mitad del campo, en la playa, en un vestidor de El Corte Inglés... Incluso en un lavabo de un centro comercial llegamos a follar. Parecíamos dos posesos. De Elena me volvían loco, sobre todo, sus tetas. Mejor dicho: sus pezones. Porque las tetas de Elena, todo sea dicho, no eran grandes, pero sus pezones eran un escándalo. Creo que hay diamantes menos duros que aquellas dos guindas moradas que coronaban las tetas de Elena. Pocas cosas me ponían más palote que sentirlos entre los labios. Y ella, no lo digo por presumir sino porque era así, se volvía loca de placer cuando yo los lamía y mordisqueaba.

Después, como todas las parejas, sentimos cómo poco a poco aquella pasión se fue aplacando. Para entonces ya estábamos casados y, sinceramente, yo me sentía el hombre más feliz del mundo. Tan feliz que, por no necesitar, no necesitaba más que ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Aquello ya me llenaba. Renunciaba a quedar con los amigos, a las copas con los compañeros y, por encima de todo, a tener la posibilidad de conocer a otras mujeres.

Elena me decía que eso no estaba bien, que no era bueno, que había que oxigenar la relación. Y es que ella no había renunciado ni a quedar con las amigas, ni a salir de copas con las compañeras y compañeros del bufete de abogados en el que trabajaba ni, por supuesto, a conocer a otros hombres. Entre aquellos hombres estuvo Juan. Juan, que no tenía nada especialmente destacable (al menos a la vista), acabó convirtiéndose en su segundo marido. Eso, claro, después de finalizara nuestro tormentoso proceso de divorcio.

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No encajé bien que Elena me dejara. Ni siquiera lo vi venir. Yo vivía feliz, sumergido en mi burbuja emocional, y ni siquiera atendí a las señales que ella me iba enviando. Por eso, cuando nos separamos, me hundí en una depresión de caballo de la que solo empecé a salir cuando Jaime, amigo de toda la vida, se empeñó en rescatarme. Él me arrancó de un encierro casi cartujano. Él me devolvió al frenesí de los bares y la vida pública. Él me hizo compañía cuando todo parecía venirse abajo. Él me hizo ver que el mundo no terminaba en Elena, que había todo un universo de mujeres que estaban más allá del embrujo afrodisíaco de sus duros pezones y que muchas de esas mujeres estaban esperando que yo me acercara a ellas para, cuanto menos, disfrutar un poquito de la vida.

En ese aspecto concreto de la operación rescate que mi amigo Jaime había diseñado para mí yo no estaba del todo de acuerdo. Ninguna mujer iba a volver a jugar con mis sentimientos, le dije. Esa era mi posición y de ella no me iba a mover.

- ¿Y quién habla de sentimientos? - me dijo-. Hablo de follar. Más concretamente: hablo de follar con profesionales del sexo.

Me costó comprender a la primera (o no quise hacerlo) que Jaime me hablaba de ir de putas.

- Venga, hombre, Jaime. De putas... Eso es muy frío.

- ¿Tú no echas de menos follar?

Le iba a decir que sí, que echaba de menos follar, pero follar con Elena. Si no se lo dije fue por pudor y también, un poco, porque no era del todo cierto. Sin ir más lejos, no hacía ni dos días que me la había pelado bien pelada soñando con el culo de la vecina del segundo, una jovencita que cada día salía a hacer footing y que tenía unas curvas que, ciertamente, quitaban el aliento.

La primavera estaba a la vuelta de la esquina y mi cuerpo lo notaba. Mi polla quería marcha y, qué coño, los argumentos de Jaime a la hora de defender el sexo con lumis eran demoledores.

- ¿Cuántas veces folla al mes una pareja normal y con años de casados a la espalda? ¿Cuánto pagas al mes de hipoteca? ¿Cuánto cuesta contratar los servicios de una buena puta? ¿No es mejor cambiar de amante cada dos por tres que follar una y otra vez con la misma tía? Olvídate de romanticismos y ve a lo práctico. Las putas no te controlan el horario ni te hacen ir a la compra ni te obligan a cambiar la decoración del piso cada dos por tres ni te dan la tabarra con sus preocupaciones ni te dicen hoy no, cariño, que estoy cansada. Las putas cumplen. Siempre. Y siempre te dejan las pelotas bien vacías.

Escuchando aquellos argumentos, era difícil no pensar que había llegado la hora de dejar de lado mis ñoñeces románticas. Y eso fue lo que hice. Jaime, que se me desveló como un experimentado putero, me recomendó un directorio online. "En él", me dijo, "podrás encontrar a algunas de las mejores prostitutas de lujo de Barcelona. Seguro que encuentras a alguna que te recuerda a Elena, aunque sea vagamente, pero mi consejo es que busques algo diferente, un tipo de mujer que en el fondo siempre te haya atraído y con la que te gustaría pegar un buen polvo".

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Y así lo hice. Visité GirlsBCN, la mejor web de escorts de Barcelona que me recomendó mi amigo Jaime y sentí el vértigo de la indecisión. Todas estaba buenas. De hecho, me pajeé un par de veces debido al subidón de testosterona que experimenté al ver los cuerpos irresistibles de aquellas lumis. Las había de todos los tipos: altas, bajas, morenas, rubias, curvys, espigadas, latinas, brasileñas, españolas rusas... Y orientales. También las había orientales. Una de ellas, Kyoto, tenía unos pechitos coronados por dos pezones que me recordaron dolorosa y, al mismo tiempo, gozosamente, a los de Elena. Y fue a ella, saltándome el consejo de Jaime, a la que llamé para vivir mi primera experiencia con una puta.

Kyoto no hacía salidas y cobraba 150 euros la hora. La chupaba sin condón y dejaba que se le corrieran en la cara. Con un extra de 50, se dejaba follar por el culo. Recibía a sus clientes en lo que ella definía en su anuncio como un apartamento céntrico, discreto y muy acogedor. Ciertamente lo era. Minimalista pero cómodo. En él me sentí muy a gusto desde el minuto cero.

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Claro que en ello tuvo mucho que ver el estilo y la sensualidad de Kyoto. De madre japonesa y padre europeo, Kyoto tenía el atractivo irresistible que tienen muchas personas mestizas. Delicada y simpática, hizo que rápidamente perdiera la vergüenza y los nervios propios de quien se cita por vez primera con una puta. Follar con Elena había sido una cosa. Follar con una profesional del sexo como Kyoto, seguramente sería algo muy distinto. Y eso, no voy a negarlo, me imponía.

- Ven -me dijo Kyoto-. Vamos un ratito a la ducha para irnos conociendo poco a poco.

Me fue desnudando con delicadeza, sin prisas, mientras dejaba en mis labios algún que otro beso. Los besos, al principio, eran tímidos, apenas un roce de sus labios. Poco a poco, sin embargo, fueron ganando en intensidad. Llegado cierto instante, cuando ya estábamos completamente desnudos, nuestras lenguas se trabaron en una especie de lucha que contrastaba con la delicadeza con la que las manos de Kyoto, ya bajo el chorro de la ducha, iba recorriendo mi cuerpo. Acarició suavemente mi pecho, hizo lo mismo con mis nalgas mientras apretaba su vientre contra el mío y, finalmente, acarició mis pelotas y mi polla, que se puso dura como una piedra.

Lentamente, con una toalla que desprendía un suave olor a rosas, Kyoto fue secando cada centímetro de mi cuerpo. Una vez seco del todo, me cogió de la mano y, tras darme de nuevo un leve beso en los labios, me llevó a la cama. Se tumbó sobre ella y dejó que yo la acariciara y besara. Mis labios, atraídos como por un imán, se dedicaron a besuquear sus pechos. Mi lengua, ávida, lamió sus pezones, que se endurecieron como solían endurecerse los de Elena. El recuerdo actuó negativamente sobre mí. Sentí cómo mi polla se desinflaba. Quizás Jaime tenía razón cuando me dijo que debía haber contratado los servicios de una prostituta que no se pareciera a Elena.

Kyoto, sabia e intuitiva, intuyó rápidamente que algo no iba como era debido. Y como una gran profesional del placer, actuó. Abandonó la actitud pasiva de la mujer que se deja acariciar y pasó al ataque. Fueron ahora sus labios quienes se demoraron, cariñosos, en mis pezones. Fueron ahora sus dientes quienes lo mordisquearon. Fue su lengua la que jugueteó con mi ombligo. Cuando llegó a mi polla, yo ha había recuperado la erección. Cuando, lentamente, se la metió en la boca, supe que estaba empezando la que, sin duda, iba a ser una de las mejores mamadas de las que había disfrutado en mi vida.

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El ritmo de Kyoto al chupármela era justo el ritmo necesario para excitarme sin por ello precipitar el orgasmo. Podría haber estado así tres horas seguidas. Aquella putita de aspecto juvenil y lengua glotona sabía cuándo tenía que parar para que no le llenara la boca de lefa. Agradecí aquellas paradas que me impedían correrme no solo por el placer que me estaba proporcionando aquella soberbia mamada, sino también porque aquellas pausas me permitía guardar fuerzas para poder culminar lo que, desde que había visto a Kyoto desnuda en la ducha, se había convertido en mi objetivo principal en aquella cita: follármela por el culo.

¿Qué me importaban 50 euros más? Nunca había practicado el griego con Elena. Ni siquiera nos lo habíamos planteado nunca, pero ahora, en compañía de aquella puta de lujo oriental de Barcelona, me di cuenta de hasta qué punto deseaba follarme por la retambufa a una mujer. Se lo dije a Kyoto y ella, como si lo hubiese estado esperando ("¡cómo va a disfrutar mi culito con esa polla dentro!"), extendió hacia mí un bote de lubricante.

- ¿Puedo comértelo antes? - le pregunté.

- Por supuesto. Es todo tuyo.

Y, poniéndose a cuatro patas, me ofreció su culete para que yo lo lamiera. Me gustó sentir cómo aquel agujerito se estremecía cuando mi lengua lo acariciaba. Con cada uno de aquellos estremecimientos parecía decirme: aquí estoy, esperando tu polla, esperando que me folles bien.

Tras lamerlo un ratito y relajarlo acariciándolo con uno de mis dedos, cogí un poco de lubricante y lo repartí bien repartido por su ojete. Tras ponerme un condón, cogí a Kyoto por las caderas y la fui enculando lentamente. El placer que sentí al notar cómo mi polla iba entrando en su culo es indescriptible. Duré poco dentro de aquel maravilloso culete asiático, no nos vamos a engañar. Hiperexcitado como estaba por la soberbia mamada con que me había obsequiado Kyoto, bastaron unos pocos empellones entre sus nalgas para sentir cómo mis pelotas se contraían y mi polla vaciaba dentro del condón toda su lechada.

Quedé sin aliento, boca arriba, tumbado sobre la cama. Kyoto, sonriente, acarició dulcemente mi pecho y dejó, de nuevo, un suave beso sobre mis labios. Su sensualidad, sin duda, era desbordante. Y su amabilidad también.

- Si lo deseas -me dijo- puedes ducharte de nuevo.

Lo hice. Agradecí aquella ducha. Con ella se iba no solo el sudor del coito. También se iban los últimos rastros de mi ñoñería romántica. Amar con desespero estaba bien, pero follar con una profesional del sexo, estaba, sin duda, mucho mejor. Y era menos arriesgado sentimentalmente hablando. Desde aquel día en que follé con Kyoto son muchas las putas con las que me he acostado. Cada una con sus propias características y sus propios encantos. Cada una con sus virtudes como amantes. Implicadas, ardientes, cariñosas, viciosas... todas y cada una de ellas me han dado lo que les he pedido y me han cobrado por ello. Sin dobleces. Sin engaños. Sin dar opción a falsas esperanzas. He gozado con todas ellas y con ellas espero seguir gozando mientras mi polla tenga energía para ponerse dura. No le diré que no al amor si algún día llega. Pero tampoco hay prisa.

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